lunes, 29 de septiembre de 2014

Vigésimo octava y última carta de despedida

Pongamos que no hablo de Madrid,
pongamos que hablo de ti.

'La noche es joven', decías.
Pero yo de joven
siempre me marchaba pronto a casa.
Yo quería una noche eterna.

Caminaba por la Alameda,
tenía algo de dinero,
drogas
y las ganas de tenerte
a flor de boca.

Sólo me faltabas tú.

Ya te lo dije:
Esperar algo de alguien
es la antesala a la decepción.

Y me parece que no paro de esperarte.
Incluso antes de conocerte
ya te esperaba.

La vida, la parte puta de la vida,
me ha enseñado que resignarse
es otra forma de morir.

Y verte y no tenerte supone, a cada segundo,
una resignación mayor.

Cuando era joven,
pensaba que lo que no me mataba
me hacía más cabrón
y terminé siendo un cabrón
con ganas de morir.

Tú conseguiste hacerme gato
y que contase las vidas como quien cuenta días de la semana
y desde hace años vivo en domingo.

Nunca creí en eso de morir por amor,
aunque a decir verdad
este estado
no es mucho mejor.

Ya han pasado meses,
han vuelto a salir las flores
a pesar de que no estés cerca;
tu nombre es menos bala
pero más escalofrío;
tu retrato ya no está en la mesita
y lo guardo en el cajón de los condones;
las canciones nuevas
dejan, poco a poco, de nombrarte;
y las ganas de verte
ya no se pelean tanto en mi esófago.

Pongamos que no hablo de Madrid,
ni de ti.

Pongamos que por fin
hable de mí,
que me quiera,
que me dé a mi mismo una oportunidad,
que barra estos escombros de una vez,
que deje de compadecerme
y que tú,
muy a mi pesar,
pases a vivir en ese rincón
tan jodido de la memoria
que se llama recuerdo
y dejes de ser,
de una puta vez
mi jodida historia de amor.


Hasta siempre mi (des)amor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario