Aquella mañana
tuve la tentación de regar con cloroformo
aquella margarita que te disponías a oler
para después deshojar
y así poderte observar
durante más de una hora
sin que me lanzaras algún reproche
o sin que me apartases la mirada
o sin que te marchases
con todo lo que ello conllevaba.
Sospechaba que mis margaritas son adictas a los noes
y a ti no te hace falta una margarita,
ni si quiera un ramo de flores con dedicatoria perfumada,
para saber que a ti los síes te brillan en neón cada noche
y que se convierten en suspiros por el día
todas las mañanas cuando vas a comprar el pan.
Síes o noes, ¿de cuál eres tú más?,
me preguntaste mientras deshojabas
con la sonrisa de una niña inocente
que en su puta vida ha resquebrajado un corazón.
Aunque esa inocencia se desdibujaba fugazmente
cuando bajaba la mirada y veía tu escote de revivir a muertos,
con esos pechos que nunca supieron de Newton
ni de sus leyes.
Síes o noes…
pensé yo en voz alta
mientras deshojaba aquella margarita con tu nombre
y con sentencia de vida o de muerte en su pétalo final.
Sí, no, sí, no, sí, no, sí…
No.
- Síes o noes, en cualquier caso margaritas.
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