A mi nunca me ha apasionado ir a Nueva York,
pero cuando me cantaba al oído
lo bonito que es todo aquello,
nos imaginaba saltando de la mano
de rascacielos en rascacielos,
tomando un taxi y yéndonos sin pagar,
emborrachándome de su sonrisa en Broadway
o comprando perritos de un carrito
entre la Séptima Avenida y su corazón,
más o menos.
Yo veía en Nueva York sus piernas de acariciar suelos
hechas avenida,
o sus pulmones de dejarme sin aire
con forma de Central Park.
Nueva York era ella.
'Piensa que estamos en lo alto del Empire State Building
y tú miras abajo mientras yo soy lo único a lo que estás sujeto,
¿sientes el vértigo?', me dijo.
'No, porqué estoy contigo.'
Y era la verdad, el vértigo nunca dependió de las alturas
sino de lo lejos que ella estaba.
'Algún día iremos a Nueva York', me prometió.
Y yo aún creía en las promesas,
por vocación más que nada.
Pero Nueva York se fue
a donde debía estar: a Nueva York.
Y yo me quedé en donde siempre:
entre yo y ninguna parte.
A mi me enseñaron a no preguntar
aquello que no quería saber
pero por las noches me vuelvo valiente
-y también más idiota de lo normal-
y le pregunté si me quería.
'Depende', me dijo.
Y yo sabía de qué dependía...
de
un
hilo.
Y el hilo se rompió y yo con él.
Y Nueva York se hizo escombros.
Nunca odiaré tanto a una ciudad,
pero tampoco creo que ame a otra
de igual manera.
Nunca antes tuve a Nueva York
tan al alcance de mis manos,
sin moverme de su lado.
Increíble.
ResponderEliminarIncreíble es que te pases por aquí, lo leas, te guste y comentes. Además precisamente este mes, esta semana, de este año. A veces la casualidad duele, pero no me importaría nada que este dolor se repitiese muchas más veces.
ResponderEliminarEn fin, gracias por leerme.